La historia de mi vida no es para nada distinta
de las realidades de todo ser humano. Soy una entre todos, eso es evidente. Sin embargo, cada uno tiene una manera
distinta de ver, sentir y vivir la vida. Con mis 43 años puedo concluir que
viví una vida equivocada. Yo no podía
darme cuenta de donde estaba el error pero si sabía que algo andaba mal por los
síntomas que presentaba. Era una mujer
deprimida, ansiosa, angustiosa, miedosa, obsesiva e incluso iracunda. Era creyente sí, decir lo contrario sería una
mentira. Practicaba todo lo que
usualmente se recomienda en la Iglesia.
Iba a la Misa, rezaba el rosario, hacia novenas, leía la Biblia,
confesaba y comulgaba con frecuencia y tantas otras cosas pero mi corazón
seguía vacio. ¿Cómo esto es posible si pertenezco a la religión de la Verdad? Yo no dudaba eso, entonces, ¿qué estaba
haciendo mal?
Es evidente
que estaba viviendo la fe de manera equivocada.
El dolor llegó a un grado que me obligó a buscar el por qué de toda aquella
vida disparatada y fracasada. Descubrí, por la gracia de Dios, que la
primera fuente de mis angustias era que yo no podía dejarme amar de Dios. Entonces me embarqué en la aventura de descubrir
él por qué de aquella triste realidad: No podía dejarme amar de Dios. El que
busca encuentra, dicen por ahí, y así parece ser pues de inmediato me di cuenta
de que vivía en guerra constante con mi Padre Dios. Yo no era capaz de aceptar su voluntad para
conmigo ni con mi familia, incluso, con el mundo entero. Si Él siendo Todopoderoso permite que mis
seres queridos enfermen entonces no es para nada un Dios bueno, esa era mi
manera de pensar pero la ocultaba en lo
más profundo de mi ser ya que pensarlo siquiera era un pecado. Ahí estaba el problema, vivía enojada con
Dios porque yo no era capaz de aceptar su voluntad. ¿Cómo entonces me dejaría
amar de alguien a quien le culpo por el mal que arropa al mundo? Era imposible y por eso era que le creía pero
no le amaba.
Así pues el
próximo paso fue reconciliarme con Dios.
Tarea fácil no fue pero comencé a estar más con Dios, a orar aun sin
querer, a estarme más con Él en pequeños espacios de soledad y silencio, y poco
a poco me fue mostrando verdades evidentes pero que para mi estaban ocultas por mi soberbia. Lentamente junto a Jesús fui sacando y
sanando todo rencor que se acumuló por tantos años en contra de Dios y el
último, y más difícil de todos, la aceptación del dolor, la enfermedad y la
muerte. Allí estaba Él haciéndome saber que Él permitía todo aquello por amor al
hombre, por amor a mí. Mi enfermedad era
el último y único remedio que existía para que pudiera ganarle la batalla a mi
soberbia. No había de otra, era tan
terca, tan obstinada que sólo dándome contra la piedra aprendería. Así somos y
Él muy bien que lo sabe. Por eso Jesús nos narró la Parábola del Hijo Prodigo para
que entendiéramos el por qué el Padre permite que su hijo se valla de su lado
aun sabiendo que sufriría amargamente. El
nos quiere libres y nos hizo libres pero es esa misma libertad la que nos hunde
en los más oscuros precipicios por necios y tercos. Estando en el fondo es cuando nos damos
cuenta de que es tiempo de regresar, pues bien que sabíamos que no hay lugar
más seguro y bueno que en los brazos de un Padre amoroso.
Por pura
gracia Dios me concedió la capacidad de dejarme amar y de poderle amar a Él.
Por hoy puedo gritarle al mundo que Dios Padre me ama y que yo le amo
sobre todas las cosas y que buscó la compañía de su Hijo Jesús como alimento
para el duro camino de la vida y que me afano en pedirle al Espíritu Santo que
venga para que me guía a la verdad cada
día de mi vida. Esto es una nueva vida. Con Dios, con la certeza de su amor y compañía
incondicional todo se ve de otro color, como si me hubiesen arrancado mis ojos y puesto otros. Lo mismo pasó con mis oídos
pues al reducirse la soberbia (mi ego enorme), y aparecer la humildad, de
repente puedo oír. Todo es nuevo ahora,
la Misa es nueva, la lectura de La Biblia es algo nuevo, las personas son diferentes
ya no son fuente de miedo sino de ocupación.
Las personas se convierten en el propósito de vivir ya no son el enemigo
a vencer. Todo cambia y todo es nuevo
cuando es posible amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma. Sintiéndose y sabiéndose amado se puede amar
y eso pasó en mi vida por la gracia de Dios.
Por hoy, sólo le pido a Dios esta misma gracia para mis hermanos.