Escribir sobre mí podría ser visto por muchos como
soberbia y tal vez lo sea, pero mi interés es desprenderme de aquello que me ha
molestado durante toda mi vida y, a la
vez, dar mi testimonio para que los que estén pasando por lo mismo puedan parar
de sufrir.
La ignorancia me arropó por muchos años y aun me arropa, humildemente
debo confesarlo; sin embargo, hoy por la
gracia de Dios, puedo adentrarme en los libros y sacar de ellos conocimiento,
incluso maneras nuevas de vivir. Ahora
estoy leyendo como nunca antes y me
ocupa el libro llamado: ¨El Arte de Aprovechar Nuestras Faltas¨ por J. Tissot y
E. Sálesman. En este libro me he topado
con uno de mis más graves y dolorosos errores que cometí en mi vida de individuo
religioso. Desde que entre al mundo, para
muchos temible, del Sacramento de la Confesión entre a la vez al tormento de la
angustia por el pecado. Confesaba y
salía del confesionario feliz pero aquel gozo me duraba muy poco. Mis pensamientos, mis actos, mis palabras y
mi falta de amor hacía los demás me torturaban, pero sobre todo la idea de que
Dios estaba enojado conmigo porque no podía parar de pecar. Sin embargo, la lectura de este libro me está
enseñando lo equivocada que estaba.
Puedo, al fin, darme cuenta de que ese sentimiento de agonía no es nada
más que el amor propio haciendo de las suyas.
Pensar que como ser humano no puedo pecar y que si lo hago Dios no me
perdonará es la máxima expresión de
soberbia. El temor al pecado era paralizante y vivía a medias. Asustada por
todo y por todos. Encontraba pecado aquí
y allá, dicho de otra manera, todo era pecado.
Dios sabe que somos seres humanos y que como tales no somos perfectos.
Pretender ser santa, como solo Dios lo es, es una fantasía
y nada más.
Cuando me encontraba en aquella situación lo que
venía a mi mente era abandonar la
Iglesia. Era una tortura seguir asistiendo a la Misa porque en mi estado de enfermedad espiritual sólo
escuchaba palabras de condenación. La
humildad era un término que no conocía porque mi amor propio y mi gran soberbia
hacían que la confundiera con miseria, llanto y sufrimiento. Mientras más sufría más humilde pensaba ser. Padecí todo eso y lo peor del caso es que me
consideraba inocente y, para colmo, víctima del demonio y del mismo Dios. Haber sobrevivido a todo aquello es una
muestra de que Dios Padre siempre estuvo a mi lado. Allí estuvo Él en el confesionario, en la
comunión, en mis caídas y en mis regresos al camino. La Santísima Trinidad es fiel, no me abandonó
y no me abandonará nunca.
Gozar de la tranquilidad que surge de saber que sí es
bueno el llamado ¨dolor de corazón¨ pero sin torturarnos por nuestras faltas;
sino, más bien, arrepentirnos y volver a empezar en cuanto podamos, es el mayor
regalo que Dios nos pueda dar. La vida es distinta así, es más serena y
optimista. La fe, la esperanza y la
caridad no parecen algo lejano sino una nueva ocupación que no se acaba nunca.
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