Seguidores

viernes, 18 de enero de 2013

Demasiado Disgusto por Nuestras Faltas es Amor Propio



Escribir sobre mí podría ser visto por muchos como soberbia y tal vez lo sea, pero mi interés es desprenderme de aquello que me ha molestado durante toda mi  vida y, a la vez, dar mi testimonio para que los que estén pasando por lo mismo puedan parar de sufrir.

La ignorancia me arropó por muchos años y aun me arropa, humildemente debo  confesarlo; sin embargo, hoy por la gracia de Dios, puedo adentrarme en los libros y sacar de ellos conocimiento, incluso maneras nuevas de vivir.  Ahora estoy leyendo como nunca antes y  me ocupa el libro llamado: ¨El Arte de Aprovechar Nuestras Faltas¨ por J. Tissot y E. Sálesman.  En este libro me he topado con uno de mis más graves y dolorosos errores que cometí en mi vida de individuo religioso. Desde que entre  al mundo, para muchos temible, del Sacramento de la Confesión entre a la vez al tormento de la angustia por el pecado.  Confesaba y salía del confesionario feliz pero aquel gozo me duraba muy poco.  Mis pensamientos, mis actos, mis palabras y mi falta de amor hacía los demás me torturaban, pero sobre todo la idea de que Dios estaba enojado conmigo porque no podía parar de pecar.  Sin embargo, la lectura de este libro me está enseñando lo equivocada que estaba.  Puedo, al fin, darme cuenta de que ese sentimiento de agonía no es nada más que el amor propio haciendo de las suyas.  Pensar que como ser humano no puedo pecar y que si lo hago Dios no me perdonará  es la máxima expresión de soberbia. El temor al pecado era paralizante y vivía a medias. Asustada por todo y por todos.  Encontraba pecado aquí y allá, dicho de otra manera, todo era pecado.  Dios sabe que somos seres humanos y que como tales no somos perfectos. Pretender ser santa, como solo Dios lo es,  es  una fantasía y nada más.

Cuando me encontraba en aquella situación lo que venía  a mi mente era abandonar la Iglesia.  Era una  tortura seguir asistiendo a la Misa porque  en mi estado de enfermedad espiritual sólo escuchaba palabras de condenación.  La humildad era un término que no conocía porque mi amor propio y mi gran soberbia hacían que la confundiera con miseria, llanto y sufrimiento.  Mientras más sufría más humilde pensaba ser.  Padecí todo eso y lo peor del caso es que me consideraba inocente y, para colmo, víctima del demonio y del mismo Dios.  Haber sobrevivido a todo aquello es una muestra de que Dios Padre siempre estuvo a mi lado.  Allí estuvo Él en el confesionario, en la comunión, en mis caídas y en mis regresos al camino.  La Santísima Trinidad es fiel, no me abandonó  y no me abandonará nunca.

Gozar de la tranquilidad que surge de saber que sí es bueno el llamado ¨dolor de corazón¨ pero sin torturarnos por nuestras faltas; sino, más bien, arrepentirnos y volver a empezar en cuanto podamos, es el mayor regalo que Dios nos pueda dar. La vida es distinta así, es más serena y optimista.  La fe, la esperanza y la caridad no parecen algo lejano sino una nueva ocupación que no se acaba nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario