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martes, 16 de abril de 2013

DOMA MI ESPÍRITU INDÓMITO

Estos últimos días tengo una idea hecha obsesión.  Imagino a un caballo salvaje encerrado en un potrero y un domador intentando domarlo.  Veo el espanto en el caballo salvaje y el empeño, la calma y la experiencia del domador.  Veo la insistencia del caballo en la lucha, el sudor, el cansancio, el dolor y el terror en sus ojos.  La obstinación y el miedo los había convertido en sus armas de resistencia. Entonces me identifico con él y siento la angustia de no poder más y a la vez de no querer rendirse.  Su respiración acelerada ya no lo ayuda  y sus  músculos comienzan a temblar.  Todo es batalla y siente el horror de perder su libertad para siempre.  Se siente perdido, pero él no puede aceptarlo, y preferiría morir antes que rendirse.  Era un caballo nacido y criado en total libertad.  Siempre había hecho lo que quería y dejarse conducir por alguien era  inimaginable.

Aún le queda mucho brío y rebeldía al caballo.  No es el momento de rendirse, de dejarse guiar y el domador lo sabe.  Entonces, cambia sus métodos y comienza a hacerse amigo del caballo.  Le da de comer cada día a sus horas.  Se queda con él mientras come e incluso en las noches duerme junto a él.  El caballo, por otro lado, se va acostumbrando a la presencia del extraño y comienza a comer de aquello que se le da, primero con recelo y luego hasta de la mano.  Cada día se le ve más familiarizado con el nuevo personaje que se presenta en su vida.  Le atiende, le da de beber, le baña, le cura las heridas y le demuestra afecto. El caballo va perdiendo poco a poco el miedo al  cuidador, futuro domador y dueño.

Cada día la lucha se hace menos dolorosa tanto para el domador como para el caballo.  Este último  se va dando cuenta, poco a poco, que quien lo monta es aquel que lo alimenta y lo acompaña.  Se va haciendo cada vez más familiar su presencia y su resistencia se hace cada vez menor.  Por fin, llega el día en que por una razón desconocida y también por cansancio, claro está, el caballo se va dando cuenta de que aquel hombre no le quiere hacer daño.  Y poco a poco va bajando la desconfianza y comienza a dejarse llevar por las directrices del vaquero muy lentamente. 

La lucha había terminado y, con el paso del tiempo, el caballo se convirtió en un instrumento útil para los trabajos de la hacienda.   De ser un caballo salvaje, bueno para nada, pasó a ser uno útil. De eso se trató todo el asunto, de transformar algo inútil en algo provechoso. Para entonces, aquel buen caballo, ya ni siquiera necesitaba estar encerrado en su potrero.  Comenzó a ir y venir a sus anchas por la hacienda.  Llegada la hora de trabajar siempre estaba dispuesto a llevar a su dueño a donde quisiera.  La resistencia había desaparecido y había dado lugar al servicio.

Pero ¿qué pasó con este caballo?  Simplemente el miedo había dejado de ser su amo.  Había alcanzado la confianza en quien le montaba y guiaba.  Ahora tenía un  amo quien le cuidaba y le necesitaba.  Ya no era un simple caballo desbocado que vivía solamente para alimentarse y reproducirse.  En cambio se convirtió en uno útil.  Con el tiempo  el caballo  se acostumbró tanto a la rutina de su amo que  no necesitaba siquiera ser dirigido por él.  Caballo y vaquero se habían hecho uno.

Es una imagen que me hace pensar en la lucha que hago como pecadora, ser soberbio y egoísta, para no dejarme guiar por Dios.  Él quiere lo mejor para mí, que sea útil para Él, para la sociedad y  para mí misma.  Vivir en una lucha constante por querer las cosas a mi manera, y solo como yo quiero, me hace una persona inútil.  No sirvo para nada si no puedo adecuarme a la sociedad.

El comportamiento que elegí para mi vida solo me llevaba directo al despeñadero.  Debo reconocer que todo lo que hice por alcanzar  mis deseos y caprichos terminó mal.   Todo en mi vida resultó en fracaso y no porque no le puse empeño, sino porque todo lo basé en lo que quería y no en descubrir qué quería Dios conmigo.   Puse todo de mi parte  pero ¿para qué?  La respuesta es para alcanzar las cosas que me ofrecía el mundo: dinero, casa, carro y prestigio.  Alguna vez obtuve algo de eso pero no me hizo nada feliz.  Sólo recuerdo que al comer lo hacía con algo de dignidad, pero nada más. En aquel entonces mi vida, que para mí estaba dirigida por Dios, más bien estaba guiada por mi ego.

Hoy me ocupa trabajar en darme cuenta del amor incondicional que Dios me tiene y en dejar de pelear, por fin, contra todo y todos.  Pido a mi Dios que dome mi espíritu indómito por amor a él, por mi propio bien y, por consecuencia,  por el bien de los demás.  Quiero que mi vida sea una oración de entrega.  Estoy entre tus manos Señor.  Ponme riendas y llévame a donde tú quieras.  Hágase tu voluntad y no la mía. 

En resumen, viví una vida ingobernable y nada bueno resultó de aquello; mas hoy estoy intentando, con la gracia de Dios, vivir una vida de la mano de Dios aceptando mi realidad de hija y no de diosa del Universo.  Ven Espíritu Santo y doma mi espíritu indómito.

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