
Estos últimos días tengo una idea hecha obsesión. Imagino a un caballo salvaje encerrado en un
potrero y un domador intentando domarlo.
Veo el espanto en el caballo salvaje y el empeño, la calma y la
experiencia del domador. Veo la
insistencia del caballo en la lucha, el sudor, el cansancio, el dolor y el
terror en sus ojos. La obstinación y el
miedo los había convertido en sus armas de resistencia. Entonces me identifico
con él y siento la angustia de no poder más y a la vez de no querer
rendirse. Su respiración acelerada ya no
lo ayuda y sus músculos comienzan a temblar. Todo es batalla y siente el horror de perder
su libertad para siempre. Se siente
perdido, pero él no puede aceptarlo, y preferiría morir antes que rendirse. Era un caballo nacido y criado en total
libertad. Siempre había hecho lo que
quería y dejarse conducir por alguien era
inimaginable.
Aún le queda mucho brío y rebeldía al caballo. No es el momento de rendirse, de dejarse
guiar y el domador lo sabe. Entonces,
cambia sus métodos y comienza a hacerse amigo del caballo. Le da de comer cada día a sus horas. Se queda con él mientras come e incluso en
las noches duerme junto a él. El caballo,
por otro lado, se va acostumbrando a la presencia del extraño y comienza a
comer de aquello que se le da, primero con recelo y luego hasta de la mano. Cada día se le ve más familiarizado con el
nuevo personaje que se presenta en su vida. Le atiende, le da de beber, le baña, le cura
las heridas y le demuestra afecto. El caballo va perdiendo poco a poco el miedo
al cuidador, futuro domador y dueño.
Cada día la lucha se hace menos dolorosa tanto para el
domador como para el caballo. Este último
se va dando cuenta, poco a poco, que
quien lo monta es aquel que lo alimenta y lo acompaña. Se va haciendo cada vez más familiar su presencia
y su resistencia se hace cada vez menor.
Por fin, llega el día en que por una razón desconocida y también por
cansancio, claro está, el caballo se va dando cuenta de que aquel hombre no le
quiere hacer daño. Y poco a poco va bajando
la desconfianza y comienza a dejarse llevar por las directrices del vaquero muy
lentamente.
La lucha había terminado y, con el paso del tiempo, el
caballo se convirtió en un instrumento útil para los trabajos de la hacienda. De ser
un caballo salvaje, bueno para nada, pasó a ser uno útil. De eso se trató todo el
asunto, de transformar algo inútil en algo provechoso. Para entonces, aquel
buen caballo, ya ni siquiera necesitaba estar encerrado en su potrero. Comenzó a ir y venir a sus anchas por la
hacienda. Llegada la hora de trabajar
siempre estaba dispuesto a llevar a su dueño a donde quisiera. La resistencia había desaparecido y había
dado lugar al servicio.
Pero ¿qué pasó con este caballo? Simplemente el miedo había dejado de ser su
amo. Había alcanzado la confianza en
quien le montaba y guiaba. Ahora tenía
un amo quien le cuidaba y le necesitaba.
Ya no era un simple caballo desbocado
que vivía solamente para alimentarse y reproducirse. En cambio se convirtió en uno útil. Con el tiempo el caballo se acostumbró tanto a la rutina de su amo que no necesitaba siquiera ser dirigido por él. Caballo y vaquero se habían hecho uno.
Es una imagen que me hace pensar en la lucha que hago
como pecadora, ser soberbio y egoísta, para no dejarme guiar por Dios. Él quiere lo mejor para mí, que sea útil para
Él, para la sociedad y para mí
misma. Vivir en una lucha constante por
querer las cosas a mi manera, y solo como yo quiero, me hace una persona
inútil. No sirvo para nada si no puedo
adecuarme a la sociedad.
El comportamiento que elegí para mi vida solo me llevaba
directo al despeñadero. Debo reconocer
que todo lo que hice por alcanzar mis
deseos y caprichos terminó mal. Todo en mi vida resultó en fracaso y no porque
no le puse empeño, sino porque todo lo basé en lo que quería y no en descubrir
qué quería Dios conmigo. Puse todo de
mi parte pero ¿para qué? La respuesta es para alcanzar las cosas que
me ofrecía el mundo: dinero, casa, carro y prestigio. Alguna vez obtuve algo de eso pero no me hizo
nada feliz. Sólo recuerdo que al comer
lo hacía con algo de dignidad, pero nada más. En aquel entonces mi vida, que
para mí estaba dirigida por Dios, más bien estaba guiada por mi ego.
Hoy me ocupa trabajar en darme cuenta del amor
incondicional que Dios me tiene y en dejar de pelear, por fin, contra todo y
todos. Pido a mi Dios que dome mi
espíritu indómito por amor a él, por mi propio bien y, por consecuencia, por el bien de los demás. Quiero que mi vida sea una oración de
entrega. Estoy entre tus manos
Señor. Ponme riendas y llévame a donde
tú quieras. Hágase tu voluntad y no la
mía.
En resumen, viví una vida ingobernable y nada bueno
resultó de aquello; mas hoy estoy intentando, con la gracia de Dios, vivir una
vida de la mano de Dios aceptando mi realidad de hija y no de diosa del Universo. Ven Espíritu Santo y doma mi espíritu
indómito.
Hermoso.
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