El miedo, ese parásito paralizante que se ha apoderado
de mi vida y la ha bajado al infierno, es el tema que me ocupa hoy. Rebuscando
entre las pajas del pasado, siempre el miedo ha sido amigo inseparable, para mi
desdicha. Los primeros miedos o
episodios de pánico fueron provocados por las historias de apariciones diabólicas
que me hacia mi padre de niña. Aquellos
cuentos de camino que se quedaban con mi sueño, pobrecita de mí, temblando porque
el demonio vendría por mí si se portaba mal.
Así me siento aun, temerosa, asustada y dominada por el miedo a
equivocarme y ganarme el desprecio de Dios.
El miedo al dolor también fue uno que apareció desde
muy chica. Jamás entendí el por qué mis
padres tenían que hacerme daño llevándome a doctores y dentistas para que me
pusieran inyecciones que me causaban mucho dolor. Me escondí en cada oportunidad que pude y aun
de mayor cuando hablan de inyectar salgo corriendo de la sala de emergencia o
de la oficina del médico. Nunca fui
capaz de aceptar al dolor como parte de mi realidad de ser humano. Todos eran malos cuando hacían sufrir a los
demás y en este bando estaba Dios. La gente que quería enfermaba y se moría y
eso solo venía de la mano de Dios. Así
empezaron mis grandes conflictos con Él.
Otro de mis grandes miedos son las relaciones
interpersonales. Estar entre la gente es
sin lugar a dudas una de mis mayores dificultades. Miedo al qué dirán, a no equivocarme, a
ofender con la palabra o a que me
lastimen son algunos de los pensamientos que se apoderan de mí cuando estoy
cerca de las personas. Sintiéndome así
es prácticamente imposible entablar una conversación sana que termine en una
amistad o al menos una relación sincera de compañerismo. Mi reacción es callar; mas es un silencio
iracundo que ha nada bueno conduce.
Un miedo que se quedó con el mayor amor de todos ha
sido el miedo a tener pareja, el miedo aterrador y paralizante ante la idea de
estar con alguien, de ser violada. Este
miedo tan real e irracional a la vez me ha privado de tener familia, de ver
nacer hijos de mi vientre, de ser llamada madre.
Miedo al futuro, miedo a la muerte, miedo a atravesar
una calle, miedo al dolor, miedo… ¿Cómo es qué esto ocurre? ¿Cuándo y por qué el miedo se apodera de
nosotros y se hace dueño de nuestras vidas?
Estas son las preguntas que, ahora que estoy en la búsqueda de mi propio
ser, me hago como terapia.
Al entrar en un grupo de autoayuda descubrí que mis miedos no eran más que puro egoísmo. Por egoísmo me privé de vivir, de tener
pareja, hijos, trabajo, relaciones de amistad y de tantas otras cosas
que hacen de la vida algo agradable. ¿Pero por qué tanto miedo? Las personas no son más que seres humanos con
igual dignidad que la mía. Somos todos
hijos de Dios. No existe necesidad, entonces,
de
llamar la atención para formar parte de la sociedad. Cuando se teme usualmente reparamos esa
ausencia de valor con el llamar la atención a cualquier costo. Me veo
ahora siendo la mejor de mi clase, la mejor en todo lo que emprendía
pues era la única manera de estar, de ser parte del entorno. Así me sentía superior a todos y era más
fácil coexistir o al menos eso era lo
que pensaba en mi mente neurótica.
Me costará mucho trabajo ajustarme a mi realidad de
simple ser humano, ni más grande, ni menor que otro. Soy eso ante Dios, una hija. Estando de la mano del Padre, de ese Padre
que apenas comienzo a conocer, podré vivir sin miedo. ¿A qué o quién temeré si estoy o formo parte
del Todopoderoso? Cuando el miedo sea
extirpado de mi vida nacerá la posibilidad de ser parte de mi realidad, de una
vida normal llena de personas y de responsabilidades para con ellas. Sin el miedo como cadena tendré libertad para
el amor que es mi propósito en la vida.
Que así sea con la ayuda de Dios.

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